martes, 28 de julio de 2009

Bitácoras de un viejo leño de mar...


Hace varios años atrás, en una de mis expediciones por el borde costero de San Juan de Chadmo, en la Isla de Chiloé, encontré una gran y gruesa corteza de árbol finamente labrada por las manos de la naturaleza, tenía pinta de aventurero y expelía el olor a la sal de todos los mares, todo un galán para mí.
Hice que mi pobre esposo la cargara hasta nuestra cabaña, me sentía culpable al verlo sonrojarse, sudar de cansancio y renguear sobre las tradicionales piedrecillas de las playas chilotas. Al llegar, lo envolvió entre varios géneros como quien pone un sudario a un ser querido, lo protegió y defendió los mil y tantos kilómetros de retorno a nuestro hogar.
Ya en casa, instalada en mi mesón, casualmente de madera; solo una idea rondaba por mi cabeza, observé aquél madero marino desde todos los ángulos posibles; me dolía lo que pretendía hacer, esperé a que se durmiera y en un acto temerario lo asalté y robé un trocito de su alma. Lo trabajé hasta dar forma a lo que podría ser un pez, con la intención de que aquél anciano forastero no sintiera nostalgia de la mar.
Moldeé un trozo de cobre oxidado, regalo de un amigo viejo lobo de mar, era el rastro de lo que había sido el parche de su añejo bote que hacía décadas reposaba en la pedregosa orilla y lo usé para decorar la cola; le di un espiral de plata envejecida, vestigio de mi antiguo oficio de orfebre que una cruel tendinitis postergó y lo coroné con una estrella azul de lapislazuli, nuestro orgullo nacional...
Mientras trabajaba el duro corazón de madera, me invadió la visión de mi marido cargando y luchando contra aquel legendario coloso.
Al terminar el día, la obra estuvo terminada, formé una bandeja con mis manos, puse mi trabajo sobre ellas e hicieron un corto viaje en dirección a mi esposo, se lo entregué con cierta verguenza cual ofrenda indígena, se volteó rápidamente y vio el trozo faltante en la pesada corteza; me sonrió, le sonreí, la deuda había sido pagada.